Siéntate. Aún tenemos que hablar. – Dijo ella mientras sus pies dejaban por fin esos zapatos rojos que tanto le cansaban y yo detestaba a sobremanera.
Todo lo que preparé, ahora enfriaba en la cocina: la cena de esa noche, el café que no tomó en la mañana, la comida del gato, el recuerdo de sus pasos muertos que resonaban el andar de los tacones y la pintura con que mancharon el suelo los tenis rotos de Alicia, mi pareja anterior. Quise dejar también lo que sentía por ella pero, si en el congelador estaban los recuerdos pasados, para el presente aún no encontraba lugar.
Caminé despacio hacia ella mientras detestaba ese tonito de arrogancia con que me hablaba cuando quería discutir lo indiscutible. ¿Qué será ahora? – pensé – Debe ser que olvidé las llaves por la mañana o porque me ausenté en la fiesta de su madre, quizás porque regalé sus besos a la mujer del sábado y se me olvidó confirmar su cita del miércoles con el doctor.
Todo lo que preparé, ahora enfriaba en la cocina: la cena de esa noche, el café que no tomó en la mañana, la comida del gato, el recuerdo de sus pasos muertos que resonaban el andar de los tacones y la pintura con que mancharon el suelo los tenis rotos de Alicia, mi pareja anterior. Quise dejar también lo que sentía por ella pero, si en el congelador estaban los recuerdos pasados, para el presente aún no encontraba lugar.
Caminé despacio hacia ella mientras detestaba ese tonito de arrogancia con que me hablaba cuando quería discutir lo indiscutible. ¿Qué será ahora? – pensé – Debe ser que olvidé las llaves por la mañana o porque me ausenté en la fiesta de su madre, quizás porque regalé sus besos a la mujer del sábado y se me olvidó confirmar su cita del miércoles con el doctor.
No me importaba protagonizar otra pelea; total, sabía que después de gritos, su voz cansada me pediría desabrochar todo ese atuendo que cargaba como requisito de la oficina, que al hacerlo besaría su espalda y, mi parte favorita, ella habría olvidado todo para gritar ahora con más ganas y otro sentido.
Mónica me miró diferente esa noche. Su gesto de nostalgia ante los años que nos vivimos y la muerte de historias pasadas y olvidadas en la cocina me recordaron las mañanas que preferí hacer invisibles para no sufrirlas. Sin embargo, ella parecía tan lúcida, frotaba sus pies con delicadeza y me dejaba ver esa cicatriz que se dibujó cuando niña; parecía tan frágil como la vez que se accidentó en el parque con la bicicleta que aún conservaba en el jardín, mojaba sus labios invitándome a vivirla como si la sed de su cuerpo me fuera ya inmensurable y luego, dejaba caer algunas canas sobre su rostro para recordarme que, todo lo que me perdí de ella, había gastado indudablemente hasta el color de su cabello.
Regresé a la cocina. Miré de nuevo la mancha que Alicia había dejado y me culpé tanto de adorarla mientras Mónica luchaba sola contra la batalla que la estaba matando, olvidé el sonido de los tacones y pasé cinco veces frente al refrigerador antes de decidirme a sacar todos los recuerdos. Preparé otra taza de café y una de té para Mónica; ella detestaba el café y yo siempre le preparaba uno esperando que se decidiera a tomarlo. Esa noche no.
Caminé con parsimonia hacia el sillón donde Mónica esperaba y, mientras ella probaba su té, yo sumergía sus cabellos blancos en mi taza de café. Cuando me di cuenta, la discusión había terminado, el gato estaba muerto, Alicia y mis recuerdos se descomponían en el cesto de basura, y yo, yo no hacía más que devolver el color que no pude darle a su vida y su cabello.
El amor como mi gato: está viviendo su tercera vida.