sábado, 12 de noviembre de 2011

Cielo nocturno.

Había tomado asiento en el espacio que estaba destinado para mí, dispuesto a admirarle todo lo que me fuera posible. Quise entonces trazarla con delicadeza, aunque parecía haberme estacionado sobre aquella tarde en que no disimulé al mirarla. Para describirla me bastaron unas cuantas palabras, o bien, me sobró el tiempo que nos dedicamos y jamás llevó nuestro nombre.

Ella ama. Ama todo lo que usted puede creer posible y hasta lo que no imagina; ama las historias absurdas, la brisa que corre tras su oreja y la manera en que menea su cabello haciéndole bailar, el cantar de los pájaros que conserva como el regalo que nunca le dio a la abuela, el café por las mañanas y un buen libro antes de dormir. Ella tiene tantos amores regados en el pecho que a veces dudo en tener un espacio para mí, y yo, yo la amo a ella.

También duele. Ella duele hasta raspar los huesos y hacer surgir de su pecho una respiración jadeante y rítmica precisando el espacio que su nombre ha dejado en el acto, duele hasta hacerle suplicar que salga de su mente porque usted no logra concebir intención ajena a la de estamparla toda entre sus labios. Ella duele de una manera urgente, me duele a mí.

Ella es libre entre tantas cosas que no me fue difícil descubrirla detrás de su sonrisa. Entre sus amigas sonreía vacilante, como burlándose del mundo y sus pesares, como invitándome a construir historias entre sus manos y pasar con ella aquella tarde de abril.

Nos conocimos en aquel café. No fue una cita, ni un momento formal; ni siquiera fue aquella tarde, sino meses después. Entré con mi guitarra buscando algo de suerte que, como cada martes, me hacía regresar con el deseo de encontrarla. Tras recorrer el lugar con la mirada, no encontré sino cuadros nuevos de un artista local y personas reunidas empeñándose a debatir sobre la condición social y política en que se encontraba el país.

Tomé asiento en una mesa cercana a un cuadro lleno de colores vivos entre el cual, si entrecerraba los ojos, usted podría notar el dibujo de unas flores y algunos pájaros revoloteando entre el jardín. Si yo lo hacía, solo la encontraba a ella. Y sí, tal vez por eso me sentaba entre el cuadro más colorido del lugar, como esperando que un día pasara alguien y volteara a verme, o aunque sea a ver al cuadro. Sucedió.

Estaba hojeando un libro de pastas rojas y olor a nuevo cuando ella se detuvo frente a mí. Es mío – dijo apartándolo de mis manos y tomando el asiento que, como siempre, quedaba libre en una mesa para dos. Comenzó a hablar con tanta elocuencia explicando la manera en que ese libro había llegado a sus manos como obsequio de su amiga y por eso debía conservarlo. Yo no hacía más que perderme en su voz y en la manera tan graciosa en que fruncía el ceño mientras me hablaba de su vida como si la hubiéramos vivido juntos en gran parte de su historia. No pude hacer más que escucharla y asentir a casi todo, incluso a lo que aún no comprendía, mientras revoloteaba mi urgencia por preguntar su nombre. Soy Aurora – contestó hilarante – como la que anuncia al sol cada mañana. Ella era espléndida. 

La lluvia de septiembre nos obligó a buscar refugio bajo el zaguán de doña Isabel, a dos casas de la cafetería que con pena nos había corrido, cerrando sus puertas con apenas algunos minutos de retraso. Para ese entonces, conocía de Aurora mucho más de lo que pretendía y ella sabía de mí lo que entre sus silencios había logrado conversar. Sin más urgencia que la noche cayendo tras la llovizna, llevaba en mis labios unas ganas inmensas de probar su sonrisa. Ella me besó primero. 

Sin pensarlo, Aurora dejó de refugiarse y, como quien no le teme a nada, comenzó a bailar entre la lluvia; su cabello rizado y revuelto entre la frente reflejaba la inocencia que había perdido ya hace algunos años y que se obligaba a revivir. Corrimos entonces bajo la lluvia hasta llegar a nuestra casa, que aquella noche todavía era suya. 

Recorrí el lugar con la misma mesura en que después recorrí su cuerpo. Conocí el cuarto en el que en muchas ocasiones nos hemos dado guerra hasta encontrar la paz entre nuestros cuerpos. Descubrí el sabor de su piel color vainilla y la cicatriz del muslo izquierdo, besé el lunar bajo el ombligo y me bebí su cuerpo entero. Jugamos a explorarnos durante varios meses hasta que descubrimos la ubicación exacta de nuestras debilidades y la manera tan precisa en que logramos hacer combustión. 

Encontré después que su pasión por el café y el sexo era mucho menor al enamoramiento que la hacía escapar con astucia de todo lo demás: Santiago. Comenzó a mencionarlo tiempo después de conocernos; hablaba de él por las noches, entre las conversaciones matutinas, en nuestros paseos y hasta en las reuniones que cada martes tenía con su amiga. ¿Quién diablos era Santiago?